Autor:
Paulo Coehlo
El
alquimista (1988)
Cierto
mercader envió a su hijo con el más sabio de todos los hombres para que
aprendiera el Secreto de la Felicidad. El joven anduvo durante cuarenta días
por el desierto, hasta que llegó a un hermoso castillo, en lo alto de la
montaña. Allí vivía el sabio que buscaba.
Sin
embargo, en vez de encontrar a un hombre santo, nuestro héroe entró en una sala
y vio una actividad inmensa; mercaderes que entraban y salían, personas
conversando en los rincones, una pequeña orquesta que tocaba melodías suaves y
una mesa repleta de los más deliciosos manjares de aquella región del mundo. El
sabio conversaba con todos, y el joven tuvo que esperar dos horas para que lo
atendiera.
El
sabio escuchó atentamente el motivo de su visita, pero le dijo que en aquel
momento no tenía tiempo de explicarle el Secreto de la Felicidad. Le sugirió
que diese un paseo por su palacio y volviese dos horas más tarde.
Pero
quiero pedirte un favor– añadió el sabio entregándole una cucharita de té en la
que dejó caer dos gotas de aceite–. Mientras caminas, lleva esta cucharita y
cuida que el aceite no se derrame.
El
joven comenzó a subir y bajar las escalinatas del palacio manteniendo siempre
los ojos fijos en la cuchara. Pasadas las dos horas, retornó a la presencia del
sabio.
¿Qué
tal? –preguntó el sabio– ¿Viste los tapices de Persia que hay en mi comedor?
¿Viste el jardín que el Maestro de los Jardineros tardó diez años en crear?
¿Reparaste en los bellos pergaminos de mi biblioteca?
El
joven avergonzado, confesó que no había visto nada. Su única preocupación había
sido no derramar las gotas de aceite que el Sabio le había confiado.
Pues
entonces vuelve y conoce las maravillas de mi mundo –dijo el Sabio–. No puedes
confiar en un hombre si no conoces su casa.
Ya
más tranquilo, el joven tomó nuevamente la cuchara y volvió a pasear por el
palacio, esta vez mirando con atención todas las obras de arte que adornaban el
techo y las paredes. Vio los jardines, las montañas a su alrededor, la
delicadeza de las flores, el esmero con que cada obra de arte estaba colocada en
su lugar. De regreso a la presencia del Sabio, le relató detalladamente todo lo
que había visto.
¿Pero
dónde están las dos gotas de aceite que te confié? –preguntó el Sabio–.
El
joven miró la cuchara y se dio cuenta que las había derramado.
Pues
éste es el único consejo que puedo darte –le dijo el más Sabio de todos los
Sabios–. El Secreto de la Felicidad está en mirar todas las maravillas del
mundo, pero sin olvidarse nunca de las dos gotas de aceite en la cuchara.
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