Autor: Moisés Wasserman
Fuente:
Eltiempo.com
La innovación está de moda. Se propone
en todos lados como la panacea. Se creció tanto que se volvió locomotora, cosa
que no lograron la ciencia, la educación o la salud. Parece que lo puede todo
la muy novedosa innovación.
Pero
que sea tan “nueva” es un hecho algo sorprendente si se piensa que los
patriarcas de la economía, Adam Smith en 1776 y David Ricardo en 1817, ya
habían planteado los efectos sobre la productividad de la invención de nuevas
máquinas el primero, o de técnicas e invenciones el segundo. Julio Flórez dijo
que “todo nos llega tarde...” y yo agregaría en este caso: tarde y mal
definido.
Resulta
que ahora llamamos innovación a cualquier idea que más o menos funcione. Si
mejoramos un formato de informe, si ponemos la salida a la derecha en lugar de
la izquierda, si hacemos una cola en zig-zag y no recta, nos sentimos montados
en el tren que arrastra la locomotora invencible de la innovación.
La
innovación puede ser incremental o radical. La primera consiste en mejoras de
un producto o proceso bien conocido, la segunda en la generación de algo
inexistente, producto de un nuevo conocimiento. La incremental no genera un
cambio sustancial en la productividad de una empresa o una nación porque, aunque
bienvenida, es de corto término y muy fácil de superar. La radical produce
cambios profundos y de larga duración.
Un
ejemplo, siguiendo con el símil de la locomotora: si añadimos una puerta en el
centro del vagón, estamos haciendo una innovación incremental que puede
imponerse en algunas líneas férreas, pero no es patentable y se puede imitar y
superar fácilmente. En cambio, cuando se construyó un tren bala que levita
sobre los rieles usando superconductores y que viaja a 360 kilómetros por hora,
se estaba cambiando la forma como la gente se transporta en la tierra.
En
otro campo de la actividad humana: si un productor de arroz diseña un empaque
pequeño para quien cocina porciones mínimas, es posible que tenga éxito
temporal en sus ventas entre las familias pequeñas. Pero quienes modificaron
genéticamente el arroz para que su grano produjera vitamina A, no sólo
resolvieron un problema grave de nutrición en la humanidad y están evitando
millones de futuras cegueras, sino que aseguraron el mercado de semillas para
muchos decenios en el futuro.
La
innovación incremental es sencilla, la hacen los avispados y es reemplazada por
la idea de otro más avispado (no digo que no sea importante, lo es y hay que
mantener una cultura de mejoramiento continuo). La innovación radical, en
cambio, es difícil pero puede modificar de fondo el comportamiento económico de
una sociedad o de un país. Ella sólo se logra usando resultados de
investigaciones científicas del más alto nivel. Sólo la hace quien fue educado,
como investigador, para imaginar lo que no existe.
Los
países que han sido exitosos innovando y que tienen economías fuertes y
competitivas han entendido que para generar una verdadera cultura de innovación
deben crear un “ecosistema” en el cual ella se dé en forma natural, como un
producto necesario e inevitable. Ese sistema tiene muchos y diversos
componentes, entre los cuales tres son de importancia fundamental: una
estructura legal y administrativa que promueva la propiedad intelectual y
facilite la constitución de empresas tecnológicas, un conjunto de estímulos
sociales y económicos para quienes inventan y, sobre todo, una ciencia fuerte,
madura y ampliamente financiada que le confiera al país un potencial de
respuesta ante los retos que surgen permanentemente. Ojalá nuestro sistema de
Ciencia y Tecnología comprenda todo esto y no se vaya por el camino light.
Moisés Wasserman
Profesor
Emérito
Universidad
Nacional
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